por Magaly Muguercia
Hay tres lenguajes críticos que admiro: la ingeniería en alta fidelidad cuando identifica el sonido puro, la distorsión, un bajo redondo o la vertical de un escenario sonoro. O el enólogo que sabe en qué fuente química nació un vino musculoso. O el comentario deportivo que dice la técnica y la política de la pericia de un atleta. Ellos disponen de metáforas codificadas para nombrar la materialidad que subyace a efectos que percibimos en el cuerpo. Los críticos de teatro occidentales no tenemos la palabra para decir la fuente de alguna especial movida de energía que reformuló un tiempo y un espacio. Quizá tampoco percibimos la movida, lo que es peor.
Yo quisiera decir la performance como una experta catadora o una hindú. Localizar el “timbre” o el sabor de una energía, su duración y efecto “en boca”. O bien, apreciar la disposición guerrera o coqueta de una mano, no solo como intención psicológica sino como fabricación de luz, de cambio o velocidad. ¿Cómo una danza ejecuta un recorrido ácido y cauteloso, o la voz fabrica terciopelo o herrumbre, o el bailarín escapa, dejando el espacio ocupado? ¿Con qué? Me interesa la experiencia de cuerpo social “redondo”, o de mente rota o la atención “de fruta madura” en el espectador.
La puesta en escena que alcanzó su madurez en los escenarios de Europa, Estados Unidos y la América Latina en los años 50 y 60, comprometió toda su densidad y su pericia simbólicas en actualizar textos del pasado y el presente. Allí muchas veces se dijo la política bellamente, con principios que venían de Brecht, del teatro popular de Jean Vilar y del marxismo.
De los años 60 a los 80 la semiología del teatro se desarrolló como la herramienta que mejor podía explicar esa puesta en escena de la plenitud, en París, Milán o La Habana, interpretando a Lorenzaccio, a Arlequín o a Lumumba.
Cuando ya el siglo XX había desarrollado una reflexión capital sobre el papel de los sistemas simbólicos como reguladores de la convivencia humana, entonces la semiología teatral suministró a la puesta en escena, en todo su esplendor, el instrumento analítico que ella se merecía.
En este evento nos hace el honor de acompañarnos Patrice Pavis, quien fue maestro de muchos de nosotros en aquel aprendizaje iniciado al filo de los 80. Nos ayudó a reconocer las “voces e imágenes” de la escena y, con un clásico cuestionario que él ideó, aprendimos a sacarle a la representación sus secretos estructurales. En ese mismo cuestionario, cerrando un párrafo y al final de un renglón se abrió paso, como en el último instante, una pregunta inconveniente: ¿Qué no hace signo?
Yo suspiré aliviada porque ya el instinto — esa otra herramienta del crítico — me avisaba que algunos colegas críticos y teóricos se estaban volviendo fundamentalistas de la semiología teatral.
Ya antes había advertido en el teatro “lo que no hace signo”, pero no sabía cómo se llamaba. En 1980 vi a actores moscovitas de edad madura, representando a ciudadanos moscovitas de edad madura, que bailaban, en 1980, a un Glenn Miller nostálgico y a pocos metros de mí; y en la próxima escena, un actor joven echaba abajo de una patada una puerta real. Era La hija mayor de un hombre joven, en una dirección temprana de Vasili Vasíliev, barbudo y dostoyevskiano como nunca, en el Moscú que, en los años 80, anticipó con el teatro la perestroika.
En aquello de Vasíliev había algo sustantivo que se movía y no hacía signo. Ese algo nos pasaba a los espectadores. A mediados de la década aprendí con Goffman, Schechner y Turner que la palabra era performance.
Performance es la dimensión del teatro donde el cuerpo produce acción real y no símbolo y que tiene la capacidad de integrar a público y actores en alguna práctica de participación diferente a la convivencia cotidiana. En esta breve intervención me voy a acoger a un concepto de performance que me sugiere Patrice Pavis en un libro muy reciente. Allí él hace una útil distinción entre performance y puesta en escena. De ese plato teórico yo secuestro pedacitos para sugerir que puesta en escena y performance son dos aspectos inseparables de toda práctica escénica. Desde luego, cada poética, cada artista elige qué aspecto —performance o puesta en escena — trae a primer plano. La distinción que hace Pavis tiene a mi juicio valor metodológico porque descansa sobre descripciones particularmente inspiradas de lo que sucede, concretamente, en el cuerpo social reunido durante la representación. En este libro Pavis evalúa decenas y decenas de espectáculos con un despliegue provocativo de análisis y fenomenología que no le hubiera brotado con tanta libertad veinte años atrás. El mundo que tanto cambió nos ha cambiado.
Hoy más que nunca, cuando el aspecto performance viene a primer plano — por causas culturales que aquí no tengo tiempo de esbozar —, los críticos necesitamos entrenar una mirada doble que registre el juego entre esos dos planos inseparables del teatro: el signo y el deseo; pero si bien somos expertos en análisis semiológico, todavía no disponemos de una herramienta metodológica efectiva ni de un diccionario generalizado para decir la performance y sus efectos. Y cuando al fin los tengamos, la práctica teatral andará por otro lado.
Por eso tenemos que ensayar ahora categorías y estrategias imperfectas, para que no se nos escape ni la familiar estructura significante y la discursividad, ni la energía, la fuerza y el trabajo que con y más allá de los símbolos nos hacen señales sobre la hoguera. Tenemos que establecer la fuente, el recorrido y los efectos de un cuerpo movilizado que, en teatro, cambia el tiempo y el espacio.
Observen las palabras que acabo de utilizar: energía, fuerza, trabajo, cambio y movilización[1]. Todas ellas son categorías centrales de la física y la política. Ahora el crítico, además de desentrañar el sentido de la puesta, tendrá que restituirnos (de algún modo) la física y la política encarnadas de un evento de teatro. No su ideología ni su psicología, sino lo que sucede, y cómo, en el conocimiento carnal de mundo mediante experiencias de convivio, partage o ejercicio de sociabilidad diferente.
Al teatro que hoy tiende a destacar la performance le hacen falta críticos diestros en movimiento complejo y mojado (siguiendo una metáfora de Patrice Pavis). Y agrego enseguida a la física y la política la posibilidad de una teoría del afecto que nos ayude a decir la neurofísica y la economía del pathos, que es al mismo tiempo somático y cultural, como quedó demostrado desde Aristóteles y la catarsis.
En cuanto a la física: movimiento, en física clásica, es el cambio de la situación de un cuerpo en el espacio con el transcurso del tiempo. Decir movimiento en enfoque de performance, creo, es valorar la producción de espaciotiempo inéditos más allá del plano de ficción. En ese espaciotiempo social e inédito me introdujeron por un instante los rusos que comenté, o Nissim Sharim en 2000 cuando, haciendo a Einstein, se baja del escenario para que el público lo ayude a demostrar la teoría de la relatividad. Con el espíritu planchado y el cerebro liso después de varias horas en un mall, la física moderna practicada entre Sharim y el mismo público santiaguino que sale a “vitrinear” los domingos, consiguió volverme a la indeterminación, a lo que está fuera de la causalidad lineal, y también a una tendencia, atrevidísima, de la materia a moverse perdiendo sistema y estructura. Los santiaguinos, al descubrir la precariedad cuántica, estallaron en un aplauso.
En cuanto a la política: que estamos acostumbrados a pensar lo político como conciencia y discursividad opositoras a algún poder; pero hoy sabemos que hay una política del acto íntimo y subversiones que no se hacen con la conciencia estructurada y ni siquiera dentro de la historia.
Volviendo a mis rusos (rusos bailando en silencio; rusos bailando en silencio, abrazados, con Glenn Miller, en los años 80, a pocos metros de mí): esos cuerpos juntos de actores y espectadores que existieron durante un instante en Moscú, tenían vibración tenue chejoviana y corriente subterránea chejoviana y anhelo muy tangible de otra vida. La patada del actor ruso contra la puerta convirtió vibración tenue en radicalidad amenazante y musculosa: se rompían puertas sólidas “de verdad” en el tradicional teatro Stanislavski de la calle Bolshaia Dmitróvskaia.
Desde luego, también en la performance se puede vivir una ilusión donde el cuerpo realiza como autonomía lo que no es sino controlada repetición de imágenes de deseos. No quiero ser yo misma fundamentalista, pero creo que algo como un espejismo de participación sucedió en el reciente Santiago a mil, que, según los organizadores insistieron, ponía a la ciudad “en la calle” con La fura del baus y sus despliegues demasiado previsibles. Incluso observé con suspicacia la recurrencia festivalera de Körper, que se pasea magnífico por el mundo desde hace una década. En 2001 lo vi en Buenos Aires, a tres días de haber caído las torres gemelas en Nueva York. Entonces, aquella inflación de cuerpos exhibidos nos galvanizó en los asientos. Ahora en Santiago, la performance de Sacha Waltz no tiene un correlato más cercano de acción política opositora y globalizada que el zapato asesino y medieval lanzado por un periodista palestino a Busch.
Si la performance es el aspecto teatral del cuerpo en movimiento, aclaremos enseguida que ese cuerpo de la performance no es solo individual y biológico sino cuerpo social. Desde la física, el cuerpo social pudieran ser los campos, donde la energía moviliza sin que los cuerpos aglomerados se toquen. Desde la política, el cuerpo social puede ser cuerpo-objeto que reproduce estructuras, por ejemplo, de obediencia, de etiqueta o de consumo; o cuerpo-sujeto que por un instante recupera autonomía frente al símbolo, y vive esa capacidad de movimiento no controlable hacia lo otro a la que le llamaremos deseo. De modo que ‘campo’ y ‘deseo’ son dos términos también interesantes para describir una performance, que puede presentar interferencia en el campo o practicar deseo, que es, creo, cuando el evento teatral trae al presente la ausencia y realiza un instante de utopía.
Una última nota para comentar que el cuerpo social y sus performances puede pensarse en la física, la política y el afecto, y, claro, también se piensa desde la teoría general sobre cultura y contemporaneidad.
Un antropólogo argentino, Néstor García Canclini comenzó a teorizar hace diez años en su libro Culturas híbridas, una nota dominante de la cultura contemporánea, que sería la hibridez o contaminación de las culturas en el mundo globalizado. También subrayó que posiblemente en la América Latina ese rasgo está acentuado por una constitución mucho más temprana, precapitalista, vinculada a la movilización civilizatoria devastadora que nos ligó a Europa. El mexicano Carlos Monsiváis (Los rituales del caos) en estos mismos diez años últimos ha venido describiendo, con su prosa disparada de divertido desconstructor, las performances de los cuerpos sociales mexicanos, híbridos y posmodernos. Estas performances que Monsiváis describe, también son realizadas y teorizadas por su semicompatriota Guillermo Gómez-Peña, en los Estados Unidos.
Podríamos intentar pensar todas las artes escénicas, especialmente en la América Latina, como física, política y afecto en cuerpos sociales que se “contaminaron” muy temprano y a los que es imposible remitir, desde la perspectiva occidental de pensamiento, a alguna tradición de clásica pureza, como harían los franceses, los chinos o los japoneses.
Cuando en nuestros países los escenarios se pueblan de performances, nuestras vanguardias “trans” acarrean inevitablemente “madera” o ancestro. La impureza chilena se ha paseado por todo el siglo XX, desde Acevedo Hernández y Cruchaga hasta la escritura de Pedro Lemebel, la Manzana de Adán de Alfredo Castro o el H.P. de Luis Barrales. Escojo, para sugerir una última finísima performance del cuerpo pobre, popular, vanguardista y europeo en los escenarios chilenos a Andrés Pérez, desde La negra Esther hasta La huída. Un chileno que amasaba, sin pedir permiso, erotismo gay con memoria política y energía parisina con técnicas mapuches, o al revés.
Santiago de Chile, marzo de 2009
[1] Tomo, sustancialmente, de Randy Martin este principio de uso político y performativo del concepto “movilización”. Ver Performance as Political Act. The Embodied Self (1993) y Critical Moves (2000).